viernes, 28 de febrero de 2014

¿De dónde viene el miedo a hablar en público?

“Hay dos tipos de oradores: los que se ponen nerviosos y los mentirosos”.
Mark Twain lo tenía claro, seguramente por experiencia propia: hasta el personaje público más curtido y desenvuelto siente cierto grado de zozobra cuando se enfrenta a semejante situación. Porque exponerse al juicio ajeno genera uno de los temores humanos más compartidos e incontrolables, que puede degenerar en puro terror, como dice experimentar entre el 20 % y el 30 % de los españoles.

Tan extendida está la glosofobia –su nombre técnico– que el test de Trier, una prueba instituida en los noventa para medir el estrés social, explota precisamente la angustia a hablar en público: los voluntarios son conducidos a una habitación donde tres personas con cara de pocos amigos les conminan a preparar durante diez minutos una presentación de cinco minutos.

Una cámara grabará su exposición. Y a continuación, por si fuera poco, deben contar hacia atrás desde 1.022 a 13, en voz alta y sin equivocarse. ¿Acaso no parece una tortura refinada?

En realidad, el miedo a hablar en público puede definirse como una respuesta desproporcionada:
“Nuestro sistema nervioso autónomo confunde una preocupación con una amenaza, igual que si fuéramos a cruzar una calle y viéramos que se acerca un coche y nos va a atropellar”,
explica la psicóloga María Jesús Álava.
“Entonces –añade– se nos acelera el ritmo cardiaco e hiperventilamos”.

Otros síntomas pueden acompañar a esta típica reacción
“de lucha y huida”,
que saca a relucir lo más atávico e irracional de nuestra conducta animal: sudores, temblores, falta de aire, enrojecimiento de la piel, pérdida del hilo e incluso mareos. El cuerpo se anticipa así al –falso– desastre.

En 2009, investigadores de la Universidad de Wurzburgo, en Alemania, comprobaron que, efectivamente, se activa un mecanismo psicológico para defendernos de un posible ataque o una humillación. En concreto, los sujetos a quienes se les dijo que iban a dar una charla eran más sensibles a los rostros de disgusto, los procesaban más rápido que el resto de los participantes.